Cuentaconmigo: Cuentos Personalizados

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miércoles, 23 de marzo de 2011

EL DESEO DE SER O HACER ALGO PARA SER RECONOCIDOS

Todos queremos pasar por la vida y ser reconocidos, y más en nuestros días, en los que programas cómo: Gran Hermano, La casa de tu vida, ten dan esa oportunidad. Aunque después, tengamos que pagar un precio muy elevado por llegar.
PERO, ¿CÓMO NOS SENTIRIAMOS SI FUERAMOS MENSAJEROS DE LA MUERTE PARA LLEGAR A SER ESE ALGUIEN?


EL MENSAJERO DE LA MUERTE.

La pasada noche la vi arrastrarse por la playa, mientras yo estaba dando un paseo con Michi, mi perro. Corrí a su encuentro. Tenía la cara blanca, sin vida, y fue entonces, cuando me di cuenta de que su cuerpo estaba ensangrentado. Le habían asestado un par de puñaladas por la espalda con un cuchillo de cocina, éste seguía en su espalda. Entonces, ella haciendo un gran esfuerzo dijo:


- Por favor, encuéntrala y dale este mensaje: cuando la luna oculte al sol, sentada en la Anfora; llegará tu ocaso. Por favor, búscala y díselo.

- ¿Pero a quién? – pregunté

- A ella, a Isabella Rostelly. Ella vive en Vencia, en la calle Palomino…. – y antes de terminar la frase y con el último aliento de vida ya gastado, murió en mis brazos.

Quedó inmóvil, la mirada se perdía entre la arena y el mar. Le tomé el pulso, pero no lo encontré.

Me senté un momento a pensar que debía hacer. Después de unos segundos, llamé a la policía. Tardaron una media hora en llegar, aunque a mi me pareció toda una eternidad, estar al lado de aquel cadáver.

¿Quién era ella? ¿Qué hacía allí? ¿Quién le habría hecho aquello? Todas esas preguntas y algunas más me pasaron por mi mente. Pero lo que no dejaba de preguntarme era: ¿Quién era Isabella? Que nombre tan hermoso, y a la vez misterioso, o quizá el misterio se lo diese yo al preguntarme que querría decir aquella frase que aquella mujer en su último aliento de vida me había transmitido. Realmente, aquella situación parecía de cine negro y yo el protagonista.

Cuando llegó la policía, me hicieron millones de preguntas a las cuales no pude responder porque no conocía a aquella mujer de nada. Pero lo que no les dije, fue lo que me contó de Isabella. Algo en mi interior me indicaba, que si lo desvelaba, podría poner en peligro la vida de aquella joven. ¿Joven? Quién me decía a mí que era joven, quizá era una mujer madura o incluso una anciana. Entonces, ¿por qué aquel nombre me hacía pensar en una joven asustadiza y en peligro?

Posiblemente porque necesitaba hacerme el héroe y ayudar a aquella joven para sentirme vivo. Aquel suceso me había hecho ver lo corta que era la vida y nuestro paso por ella. Yo quería hacer o ser algo, ser recordado aunque fuese por una sola persona y aquella era: Isabella.

Yo la salvaría del peligro inminenteº al que aquella mujer se refería, sí yo. Así que fue por eso por lo que callé.

Aquellos hombres me tomaron los datos y me dijeron que quizá tendría que ir a la comisaría a declarar. Yo les dije que no había ningún problema.

Entonces apareció, el que parecía el inspector, quien controlaba toda aquella situación y me dijo con una voz autoritaria y al mismo tiempo un poco despótica:

- No debe salir de la ciudad sin antes comunicárnoslo. ¿Lo has entendido?

- Sí, por supuesto – respondí.

Aquel hombre y su mirada me desagradaban. Me hizo sentirme como si hubiese ya decidido que yo era el asesino.

Al día siguiente, busqué en las páginas blancas a: Isabella Rostelly, Venecia, calle Palomino pero no la encontré. Así que decidí vestirme e ir a Venecia a buscarla. Llegué a la estación que estaba cerca de mi casa, a unas cuatro o cinco manzanas y allí, cogí el tren dirección Venecia. Buscaría la calle que aquella mujer me había dicho: “Calle Palomino”. Deseaba con todo mi corazón que fuese una calle corta, que no tuviese muchos números pues si no me llevaría más tiempo del que tenía en realidad. Esa mañana había llamado a la oficina para decirles que me encontraba indispuesto.

- Tengo gastroenteritis y treinta y nueve de fiebre - les dije.

La recepcionista no dijo nada, ni tan siquiera: “un espero que te recuperes”. Así que sólo tenía dos días para poderla encontrar, después tendría o bien que ponerme enfermo de verdad para poder pedir la baja o volver al trabajo.

Dos días… Me quedé pensativo. Dos días para encontrar a una mujer que ni tan siquiera sabía cómo era físicamente; si era rubia o morena, alta o baja. Realmente debía de poner todas mis dotes detectivescas para encontrarla. Recordé el día que en casa de mi amigo Paulo jugamos a un juego de detectives, y gané yo. Todos se quedaron muy extrañados, cosa que no entiendo el porqué. Acaso, ¿doy la impresión de que soy una persona poco lista? Pues les volveré a demostrar a todos que se equivocan, que soy un gran detective, y puede que hasta incluso deje mi trabajo para dedicarme a esto.

De pronto, se oyó el altavoz: “Siguiente parada Venecia”. Ésta es la estación, debo bajarme aquí. En el momento en que bajaba los escalones me tropecé, gracias a Dios que pude agarrarme a la barandilla sino quizás me hubiese abierto la cabeza. Cuando por fin salí de la estación decidí preguntar a alguien por la calle. Entonces vi a una señora, así como de unos cincuenta años, más o menos y decidí ir hacia ella.

- Perdone, Siñora ¿sabría indicarme cómo puedo llegar a la calle Palomino?

- ¡Oh! Por supuesto. Está muy cerquita de aquí – dijo la mujer.

En unos segundos aquella mujer me había indicado como debía llegar. Seguí sus instrucciones y enseguida di con ella. “Calle Palomino”, leí en un letrero. Sí, es ésta.

Pero entonces me di cuenta que aquella calle era muy larga, habría más de 50 portales. ¿Cómo iba a encontrar a Isabella en aquel lugar? Eran demasiados números para encontrar a una persona. Entonces se me ocurrió una idea. Preguntaría en las tiendas de ultramarinos, panaderías, etc. Seguro que Isabella Rostelly compraba allí el pan, la carne, el pescado o cualquier otra cosa. Decidido entré en la panadería. Una joven amablemente me preguntó:

- ¿Qué pan desea el siñore?

- Realmente no deseo ningún pan, perdone. Es que estoy buscando a una mujer. Se llama Isabella Rostelly y se que vive en esta calle. Por casualidad, no la conocerá ¿verdad?

- Pues la verdad es que si. Hoy es su día de suerte. Isabella es clienta nuestra y suele venir todos los días por aquí. Además, lo suele hacer a esta hora. ¡Qué suerte, siñore! Aquí entra, ella es la siñorita Isabella.

Miré hacía la puerta ésta se abrió, dejando paso a una joven de unos treinta y cinco años. Era muy hermosa; sus ojos eran de un azul celestial, sus cabellos parecían estar dorados por la luz del sol que aquel hermoso brillaba en el cielo, era alta y delgada. ¡Dios mío! – pensé es el ser más hermoso y angelical que he visto en mi vida.

Cuando entró, la joven panadera se dirigió a ella diciendo:

- ¡Hola Isabella! Este joven estaba, justo en este instante, preguntando por ti.

Ella me miró de arriba a bajo y me preguntó:

- Y puede saberse ¿por qué pregunta por mí?

- Lo siento si la he importunado, pero necesito urgente darle un mensaje. ¿Podríamos tomar un café mientras le cuento todo? – dije yo.

Ella se quedó de nuevo mirándome durante unos segundos, después me respondió afirmativamente.

- Vayamos al bar de mi amigo Leandro, sígame – dijo ella.

Cuando llegamos allí, nos sentamos en la terraza ya que hacía un hermoso día. Y entonces, le expliqué todo lo acontecido, hasta el más mínimo de los detalles. Ella me miró sobresaltada, su cara estaba desencajada. Se había puesto blanca como si la sangre le hubiera dejado de circular. De pronto, me miró fijamente y me dijo:

- Estás seguro que te dijo eso.

- Sí, por supuesto que sí – respondí yo.

- Pero eso es imposible, no puede ser – dijo casi gimiendo y con una voz aterrorizada.

- ¿Qué le ocurre? – pregunté asustado.

En ese instante, se oyeron unos ruidos de sirenas. Era la policía. Éstos pararon justo delante del café. Del primer coche, salió el inspector con su cara de pocos amigos. “¿Qué hará éste estúpido aquí?”- Me pregunté.

De pronto, la luna ocultó al sol, la luz se escondió para dejar pasar a la oscuridad. Era un eclipse de sol. El inspector ya estaba a nuestra altura cuando dirigiéndose a la joven le dijo:

- ¿Es Usted la señorita Isabella Rostelly?

- Sí, soy yo – dijo ésta con la voz temblorosa.

- Queda detenida por el asesinato de Beatrice Mosqueli.

Ella se levantó. Ni tan siquiera me miró, no dijo nada. Sólo miró hacía el letrero del bar que decía: Anfora. En ese momento sacó algo del bolso, era una pistola.

El inspector le gritó

- ¡Tire la pistola!

Pero ella no le hizo caso, apuntó al policía y antes de que le diese tiempo de disparar se oyó un disparo. Cuando volví la mirada hacia Isabella, había caído sobre la acera. Estaba muerta.

Entonces lo comprendí todo. Yo era el mensajero de su muerte.

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